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Es notable, pensé, [...] la transformación que una renta fija opera en el carácter de las personas. [...] No necesito odiar a ningún hombre; no me puede hacer mal. No preciso adular a ningún hombre; no tiene absolutamente nada que darme. Imperceptiblemente adopté una nueva actitud hacia la otra mitad del género humano. Era absurdo culpar a una clase o a un sexo en conjunto. Grandes masas de gente nunca son responsables de lo que hacen. [...] «Yo creía haber leído Un cuarto propio. Hay libros tan célebres, tan obvios, tan citados, que uno tontamente los da por leídos, aunque los leyera hace muchísimo tiempo y ya no recuerde nada, aunque no sepa seguro si llegó a leerlos o imaginó que los leía, o simplemente presumió distraídamente de haber leído. Yo creía haber leído Un cuarto propio. Y quién no: trata de que una mujer necesita una habitación propia y ciertos ingresos para escribir, etcétera. Lo empecé a media tarde y claro que me sonaba. Al cabo de dos o tres páginas era una sorpresa incesante. Qué escritora más inmensa: más serena y rotunda en su enfado de mujer harta de limitaciones impuestas y de condescendencias masculinas, qué radical su defensa de la literatura, del oficio de escribir, de la alegría y la conmoción de leer.»